El País del Olvido. Segunda parte. Las campanas de la agonía.
Descubierto el velo del dolor, cada uno de los pasos monótonos se mezclaba con el danzar triste de la lluvia. Zapatos mojados, abrigos maltrechos. Escena impregnada de nebulosos recuerdos.
Cada día que pasaba, era un peso más de proyectos truncados y desesperanzas revividas. Era un trayecto recorrido pero a la vez olvidado. ¡Qué mayor pesadumbre que la perentoria imagen del pasado estancado!.
En esta ciudad había un lugar que concentraba la atención de todos sus malheridos habitantes. Cada tarde, en la hora en que el sol se despide y se dispone a marchar, suenan las campanas de la agonía. Es un sonido estridente, que cala hondo en los huesos. Basta con sentir este retumbar en los oídos para que los seres desesperanzados vuelvan su vista a la torre, hacia el depósito de la frustración.
Esta construcción, levantada en el acto de fundación del País del Olvido, recuerda a las personas la razón del exilio. Está encargada de proveer la realidad que se pierde entre las emociones escondidas del corazón herido. Nada más sentir su golpeteo incesante que espanta a las moribundas aves, todos sienten que su alma se remece. Deben apoyarse en cualquiera de las ruinas cercanas para no desfallecer.
El séquito de voluntades errantes rememora los tiempos en que todos se disgustaban ante aquél sonido. Algunos proferían insultos, otros lanzaban una lágrima de espanto. Ahora todo era distinto, nadie bombardeaba su mente con preguntas estériles, pues aquello sería condenarse a una tortura eterna.
Si bien parecían cadáveres que quemaban sus últimas pizcas de vida, mucho guardaban en su interior la resignada ilusión de volver a casa y enfrentar la amargura. Pero por hoy, sólo quedaba escuchar pasmados el alarido en sus tumbas.
Walter Schulz