Sunday, February 18, 2007

Gracias, Señor


En la España de los primeros tiempos renacentistas, existía un personaje fascinante, un hombre valiente y esforzado que siempre entregó la vida a los demás. Él era un caballero muy respetado entre sus pares pero no por su fuerza ni su coraje, si no más bien por su generosidad y benevolencia que demostraba con sus enemigos.

Una noche, mientras oraba en una abadía cercana a su pueblo natal (noche especial, puesto que hacía tiempo que se encontraba intranquilo por una sensación que tenía y que le impedía desenvolverse como antes ) , sintió una fuerza que lo estremeció por completo, su alma se llenó de "algo" que no pudo identificar al instante, pero que después, a medida que aumentaba la intensidad de su oración, pudo comprender. Era el llamado de Dios que lo invitaba a seguir en su camino de entrega de una manera nueva y en absoluto desprendimiento; inmediatamente sintió la necesidad de ordenarse sacerdote y explorar el camino de la santidad a partir de ésa realidad.

Como era de esperarse, luego de un tiempo fue ganándose el cariño de todos los habitantes del pueblo y de los religiosos que lo acompañaban, en especial de un monje amigo que lo acompañaba de ciudad en ciudad para extender el evangelio. A medida que pasaban los años, más lleno de satisfacción se sentía al caminar esta vida junto a Dios.

Un día, luego de haber celebrado una misa se apostó en el altar y, vestido con su blanca túnica, con las manos juntas y mirando al Señor, la gente emocionada le escuchó decir:

GRACIAS, SEÑOR

Cuando el peso de la noche caía sobre mí,
cuando las tinieblas besaban mi frente y el fuego gozaba
quemando la esperanza de mi corazón, apareciste tú.

Iluminaste mi alma de tal forma que la oscuridad se disipó,
el trono del reino de las tinieblas se convirtió en un cristal muy transparente,
claro, como la nieve de las sagradas montañas,
como las aguas del manantial en lo profundo del bosque.

Allí arriba se alzó nuevamente la cruz
con una palabra mágica : el amor, sentimiento supremo,
perfección que toda criatura desea alcanzar.

En mi castillo flamean las banderas de mi Dios,
banderas de esperanza, de sueños,
de fraternidad, de desprendimiento.

Mi rey eres tú. Te veo sentado en el horizonte infinito
con la cruz de tu hijo en tus manos.

Yo preparo las armas de nuestro reino, un reino distinto,
donde nuestros únicos medios de ataque y de defensa
son el evangelio y el amor de Jesucristo, nuestro Señor.

Amén


Walter Schulz